Playa terminal by J. G. Ballard

Playa terminal by J. G. Ballard

autor:J. G. Ballard [Ballard, J. G.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 1964-01-01T00:00:00+00:00


EL DELTA EN EL CREPÚSCULO

* * *

(The Delta at Sunset, 1964)

TODAS LAS TARDES, cuando el crepúsculo denso y polvoriento se extendía sobre los riachos y el lodo seco del delta, las serpientes salían a las playas. Somnoliento, tendido en la silla de mimbre plegadiza, bajo el toldo del pabellón, Charles Gifford miraba las formas sinuosas que se enroscaban y desenroscaban subiendo por las cuestas. En la opaca luz azul el crepúsculo barría las playas húmedas como un reflector que iba apagándose, y los cuerpos entrelazados brillaban con un resplandor casi fosforescente.

Los riachos más cercanos estaban a trescientos metros del campamento, pero por algún motivo la aparición de las serpientes coincidía con la recuperación de Gifford, que salía de la fiebre de la tarde. Cuando la fiebre se iba, llevándose consigo el diorama ya familiar de unos reptiles espectrales, Gifford se sentaba en la silla de mimbre y descubría las serpientes que se arrastraban por las playas, casi como si fueran aquellos mismos sueños materializados. Involuntariamente examinaba la arena alrededor del pabellón buscando rastros de pieles húmedas.

—Lo raro es que salen siempre a la misma hora —le dijo al guía indio que había dejado la cocina del campamento y lo cubría ahora con una manta—. En un momento no hay nada allí, y en el siguiente miles de ellas pululan en todo el barro.

—¿No frío, señor? —preguntó el indio.

—Míralas ahora, antes que desaparezca la luz. Es realmente fantástico. Tiene que haber un umbral claro y definido… —trató de alzar la cara pálida y barbuda sobre el arco de protección del pie, y dijo de pronto—. ¡Está bien! ¡Está bien!

—¿Doctor?

El guía, un indio de treinta años llamado Mechipe, siguió arreglando el arco, volviendo a Gifford una cara de teca venosa y curtida, y mirándolo con ojos límpidos.

—¡Te dije que te apartaras!

Apoyándose débilmente en un codo, Gifford observó cómo la luz se apagaba ahora sobre los tortuosos terraplenes del delta, barriendo una última imagen de las serpientes. Todas las tardes, a medida que el calor del verano aumentaba, los animales eran más numerosos, como si conociesen de algún modo los períodos de fiebre de Gifford, cada vez más largos.

—Señor, ¿traigo otra manta?

—No, por Dios —dijo Gifford.

Los hombros flacos le temblaban en el aire frío del atardecer, pero ignoró la molestia. Se miró el cuerpo inerte y cadavérico bajo la manta, examinándolo con una indiferencia que no había sentido por los indios desconocidos que agonizaban en el hospital de campaña de la OMS, en Taxcol. Al menos había una tranquilidad pasiva en los indios, la impresión de que la integridad de la carne y el espíritu estaba en ellos todavía intacta, y que el fracaso de uno de los dos no hacía otra cosa que reforzar aún más esa integridad. Gifford hubiese querido alcanzar ese nivel de fatalismo; hasta el más miserable de los nativos, identificado con el flujo irrevocable de la naturaleza, había cubierto un lapso mayor de años que el de los europeos o norteamericanos más longevos, obsesionados por el paso del tiempo, tratando siempre de incorporar ávidamente las llamadas experiencias significativas.



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